Traducción Magalí Eguiluz –
LA ESCLAVITUD se llevó consigo oficios y objetos, como habrá sucedido con otras instituciones sociales. Cito algunos objetos por estar vinculados a cierto oficio. Uno de ellos era el collar de hierro, otro el grillete para el pie, también existía la máscara de hojalata. La máscara hacia que los esclavos perdiesen el vicio de la embriaguez porque les tapaba la boca. Tenía solo tres agujeros, dos para ver, uno para respirar, y se cerraba por detrás de la cabeza con un candado. Junto con el vicio de la bebida perdían la tentación de robar, porque, generalmente, mataban la sed con las monedas del señor, y así se extinguían dos pecados y se conservaba la sobriedad y la honestidad. Era grotesca la máscara, pero el orden social y humano no siempre se alcanza sin lo grotesco, y a veces lo cruel. Los lateros las tenían colgadas, a la venta, en las puertas de los negocios. Pero olvidémonos de las máscaras.
El collar de hierro se aplicaba a
los esclavos fugitivos. Imaginen un collar grueso, con el asta gruesa, a la
derecha o a la izquierda, hasta la altura de la cabeza y cerrada atrás con
llave. Pesaba, naturalmente, pero se trataba más de una marca que de un
castigo. Esclavo que huía, donde quiera que anduviese, mostraba reincidencia y
era capturado con facilidad.
Hace medio siglo, los esclavos
huían con frecuencia. Eran muchos, y no a todos les gustaba la esclavitud.
Ocasionalmente recibían algún golpe, y no a todos les gustaba recibir golpes. A
una gran parte de ellos casi no se los castigaba, o había alguien en la casa
que hacía de padrino o el dueño no era malo, además, el sentimiento de
propiedad moderaba la acción, porque el dinero también duele. Sin embargo, la
fuga se repetía. Casos hubo, aunque raros, en los que el esclavo de
contrabando, apenas comprado en el Valongo[1], se echaba a correr, sin conocer
las calles de la ciudad. De los que seguían camino a casa, era frecuente que,
con un poquito de astucia, le pidieran al señor que les pusiera un alquiler,
que ganaban afuera, trabajando en el mercado.
El que perdía un esclavo por fuga
le daba algo de dinero a quien lo encontrase. Publicaba anuncios en los medios
gráficos públicos, con las características del fugitivo, el nombre, la ropa, el
defecto físico, si lo tenía, el barrio por donde andaba y el valor de la
recompensa. Cuando no había valor, había promesa: “será recompensado
generosamente”, o “recibirá una buena recompensa”. Muchas veces el anuncio
venía acompañado de un dibujo, arriba o al lado: silueta de negro, descalzo,
corriendo, vara al hombro y en la punta una bolsa. Se imponía todo el rigor de
la ley contra quien lo protegiera.
Capturar esclavos fugitivos era
un oficio por esos tiempos. No sería noble, pero por ser instrumento de la
fuerza con que se mantiene la ley y la propiedad, otorgaba esa nobleza
implícita de las acciones reivindicadoras. Nadie se metía en este oficio por
placer o por estudio. La pobreza, la necesidad de una salida rápida, la
ineptitud para otros trabajos, la suerte y a veces el gusto de servir, aunque
sea de otra manera, impulsaban al hombre que se sentía lo suficientemente rudo
para poner orden en el desorden.
Cándido Nieves, Candiño para la
familia, es la persona a quien se une la historia de una fuga, cedió ante la
pobreza, cuando adquirió el oficio de capturar esclavos. Tenía un defecto grave
el hombre, no aguantaba empleo ni oficio, carecía de estabilidad; es lo que él
definía como caiporismo[2]. Comenzó queriendo aprender tipografía pero pronto
se dio cuenta de que era necesario algún tiempo para escribir bien, y aún así
tal vez no ganase lo suficiente, fue lo que se dijo a sí mismo. El comercio le
llamó la atención, era una buena carrera. Con algo de esfuerzo entró de
empleado en una mercería. Pero la obligación de atender y servir a todos lo
hería en lo más profundo del orgullo y al cabo de cinco o seis semanas estaba
en la calle por propia voluntad. Administrativo, cadete de una oficina,
dependiente del ministerio del Imperio, cartero y otros trabajos fueron
abandonados poco tiempo después de encontrados.
Cuando llegó el amor de la joven
Clara no tenía más que deudas, aunque pocas, porque vivía con un primo,
tallador de oficio. Después de varios intentos de conseguir trabajo resolvió
adoptar el oficio del primo, con el que ya había tomado algunas lecciones. No
le costó tomar otras, pero por querer aprender rápido, aprendió mal. No hacía
obras finas ni complicadas, sólo patas para sillones y relieves simples para
sillas. Quería tener un trabajo cuando se casara y el casamiento no tardó mucho
en llegar.
Tenía treinta años. Clara
veintidós. Era huérfana, vivía con una tía, Mónica, y cosía con ella. No cosía
tanto como para no recibir visitas, pero sus pretendientes sólo querían matar
el tiempo, no tenían otro propósito. Pasaban a la tarde, la miraban un poco,
ella a ellos, hasta que la noche la obligaba a retirarse a la costura. Lo que
notaba es que ninguno le dejaba añoranzas o le encendía deseos. Tal vez ni
siquiera supiera el nombre de muchos. Quería casarse, naturalmente. Era, como
decía la tía, tirar el anzuelo a ver si el pez picaba, pero el pez pasaba
lejos, si paraba era sólo para merodear la carnada, mirarla, olerla, dejarla y
buscar otras.
El amor atrae al destinatario.
Cuando la joven vio a Cándido Nieves, sintió que él podía ser su marido, su
verdadero y único marido. El encuentro se dio en un baile, esa fue, para
recordar el primer trabajo del novio, fue la página inicial de aquel libro, que
tenía que salir mal confeccionado y peor encuadernado. El casamiento se realizó
once meses después y fue la más hermosa fiesta a la que sus invitados
asistieron. Amigas de Clara, más por envidia que por amistad, intentaron
disuadirla del paso que iba a dar. No negaban la bondad del novio, ni el amor
que le tenía, ni siquiera algunas virtudes; decían que era demasiado predispuesto
para las fiestas.
-Mejor que así sea, argumentaba
la novia; por lo menos no me caso con un difunto.
-No, difunto no, pero es que…
No decían lo qué era. La tía
Mónica, después del casamiento, en la casa pobre que los abrigó, una vez les
habló de los posibles hijos. Ellos querían solo uno, uno solo, aunque agravase
la necesidad.
-Ustedes, si llegan a tener un
hijo van a morir de hambre, le dijo la tía a la sobrina.
– La virgencita nos dará de
comer, respondió Clara.
La tía Mónica debía haberles hecho
la advertencia, o la amenaza, cuando él fue a pedirle la mano de la joven; pero
también era amiga de las fiestas, y el casamiento sería una verdadera fiesta,
de hecho, lo fue.
La alegría era común a los tres.
La pareja se reía de todo. Sus propios nombres eran objeto de bromas, Clara,
Nieves, Cándido; no daban de comer, pero daban risa, y la risa se digería sin
esfuerzo. Ahora, ella cosía más y él salía a hacer trabajitos de una cosa u
otra, no tenía un trabajo fijo.
No por eso renunciaron al hijo.
Era el hijo el que, sin enterarse de aquel deseo específico, se dejaba estar
escondido en la eternidad. Sin embargo, un día el bebé dio señales de vida;
nene o nena, era el fruto bendecido que traería al matrimonio la ansiada
ventura. La tía Mónica quedó desorientada, Cándido y Clara se reían de sus
sobresaltos.
-Dios nos ayudará, tía querida,
insistía la futura madre.
La noticia circuló de vecina en
vecina. Sólo había que esperar la aurora del gran día. Ahora la esposa
trabajaba con más ganas, era necesario, ya que además de las costuras pagas
tenía que ir haciendo con retazos el ajuar del bebé. A fuerza de pensar en él
era como si ya viviera con él, intentaba calcular la medida de los pañales, le
cosía ropitas. La porción era escasa, los intervalos largos. La tía Mónica
ayudaba, es cierto, aunque fuese de mala gana.
-Ustedes verán la triste vida,
suspiraba.
-Pero los otros niños ¿no nacen
también? preguntó Clara.
-Nacen, y encuentran siempre algo
para comer, seguro, aunque sea poco…
-¿seguro cómo qué?
– Seguro, un empleo, un oficio,
una ocupación, y el padre de esta infeliz criatura ¿en qué pierde el tiempo?
Ahí viene.
Cándido Nieves, apenas se enteró
de la advertencia, se presentó ante la tía, no fue áspero pero sí mucho menos
manso que de costumbre y le preguntó si había pasado algún día sin comer.
-Usted todavía no ayunó más que
para semana santa, ni siquiera cuando no quiere cenar conmigo. Nunca nos faltó
el pan en la mesa…
-Lo sé muy bien, pero somos tres
-Seremos cuatro
-No es lo mismo
-¿Qué quiere que haga además de
lo que ya hago?
– Algo más seguro. Fíjate el
ebanista de la esquina, el hombre de la mercería, el tipógrafo que se casó el
sábado, todos tienen un buen trabajo… No te enojes; no digo que seas un vago
pero la ocupación que elegiste es vaga. Te pasas semanas sin ver una moneda.
-Sí, pero de repente llega una
noche que compensa todo, hasta de sobra. Dios no me abandona, negro que escapa
sabe que conmigo no se juega; casi nadie resiste, muchos se entregan enseguida.
Había gloria en esto, hablaba de
la esperanza como un capital seguro. Al rato se reía y hacía reír a la tía, que
era alegre por naturaleza y preveía una fiesta para el bautismo.
Cándido Nieves ya había perdido
el oficio de tallador, así como había dejado muchos otros, mejores o peores.
Atrapar esclavos fugitivos le trajo un nuevo encanto. Sólo exigía fuerza, ojo
vivo, paciencia, coraje y un pedazo de cuerda. Cándido Nieves leía los
anuncios, los copiaba, se los metía en el bolsillo y salía a investigar. Tenía
buena memoria. Una vez fijados los rasgos y las costumbres de un esclavo
fugitivo, le llevaba poco tiempo encontrarlo, agarrarlo, amarrarlo y
trasladarlo. La fuerza era mucha, la agilidad también. Más de una vez, en una
esquina, conversando sobre cosas remotas, veía pasar a un esclavo como los
otros y enseguida descubría que era un fugitivo, quién era, el nombre, el
dueño, su casa y la recompensa. Interrumpía la conversación y salía atrás del
vicioso. No lo agarraba enseguida, elegía el lugar oportuno y, de un salto,
tenía la recompensa en sus manos. No siempre salía sin sangre, las uñas y los
dientes del otro trabajaban, pero generalmente los vencía sin el menor rasguño.
Un día las ganancias empezaron a
escasear. Los esclavos fugitivos ya no caían, como los de antes, en las manos
de Cándido Nieves. Había manos nuevas y hábiles. A medida que el negocio fue
creciendo, más de un desocupado tomo coraje y una cuerda y fue a los diarios,
copió los anuncios y se lanzó a cazar. En su propio barrio había más de un
competidor. Así fue como las deudas de Cándido Nieves comenzaron a crecer, sin
aquellos ingresos inmediatos y casi inmediatos de los primeros tiempos. La vida
se hizo difícil y dura. Se comía fiado y mal; se comía tarde. El propietario
exigía el pago del alquiler.
La necesidad de coser para afuera
era tan grande que Clara no tenía siquiera tiempo de remendar la ropa del
marido. La tía Mónica ayudaba a su sobrina, lógicamente. A la tarde, cuando él
llegaba, se le notaba en la cara que no traía una moneda. Cenaba y salía otra
vez, en busca de algún fugitivo. Ya le había pasado, aunque no era muy común,
equivocarse de persona y agarrar a un esclavo fiel que iba a servicio de su
señor, tal era la ceguera de la necesidad. Cierta vez capturó a un negro libre;
se deshizo en disculpas pero recibió una buena cantidad de trompadas que le
dieron los parientes del hombre.
-¡Es lo que te faltaba! exclamó
la tía Mónica al verlo entrar y después de escucharlo narrar la equivocación y
sus consecuencias. Deja eso Cándido; busca otra vida, otro trabajo.
Cándido había querido, efectivamente,
hacer otra cosa, no tanto por tratarse de un consejo razonable sino por el
simple gusto de cambiar de oficio; sería una manera de cambiar de piel o de
persona. El problema era que no encontraba a mano un negocio que aprendiera
rápido.
La naturaleza continuaba su
marcha, el feto crecía, hasta hacerse pesado para la madre, antes de nacer.
Llegó el octavo mes, mes de angustias y necesidades, aunque menos que el
noveno, cuya narración también dispenso. Mejor cuento sólo sus efectos. No
podían ser más amargos.
-¡No tía Mónica! gritó Cándido
recusando un consejo que me cuesta escribir, mucho más al padre oírlo. ¡Eso
nunca!
La última semana del noveno mes
la tía Mónica aconsejó a la pareja que llevase al bebé al Hogar de Huérfanos.
En realidad, no podía haber palabra más dura de tolerar para dos jóvenes padres
que esperaban al bebé para besarlo, cuidarlo, verlo reír, crecer, engordar,
saltar… ¿Abandonar qué? ¿Abandonar cómo? Cándido clavo los ojos fijamente en la
tía y golpeó la mesa del comedor. La mesa, que era vieja y destartalada, casi
se desarma entera. Clara intervino:
-La tía querida no lo dice con
mala intención, Candiño.
-¿Mala intención? respondió la
tía Mónica. Mala o buena, sea lo que fuere, es lo mejor que pueden hacer. Deben
todo; el arroz y la carne se están acabando. Si no aparece algo de dinero ¿cómo
va a crecer la familia? Y después, hay tiempo, más tarde, cuando tengan la vida
asegurada, los hijos que vengan serán recibidos con el mismo cuidado que éste,
o más. Éste crecerá bien, no le faltará nada. ¿O acaso el Hogar es un
descampado o un basurero? Allí no se mata a nadie, nadie muere en vano,
mientras que aquí la muerte está asegurada con esta vida de privaciones. En
fin…
La tía Mónica terminó la frase
encogiéndose de hombros, les dio la espalda y se fue a la habitación. Ya había
insinuado alguna vez aquella solución pero era la primera vez que lo hacía con
tanta franqueza y valor, crueldad, si prefieren. Clara le extendió la mano a su
marido, como para calmarlo. Cándido Nieves hizo una mueca y le dijo loca a la
tía, en voz baja. La ternura de los dos fue interrumpida por alguien que
golpeaba la puerta de la calle.
-¿Quién es? preguntó el marido.
-Soy yo.
Era el dueño de la casa, acreedor
de tres meses de alquiler que venía en persona a amenazar al inquilino. Éste
quiso que entrara.
-No es necesario…
-Hágame el favor.
El acreedor entró y no quiso
sentarse, recorrió con la mirada el mobiliario para ver si había algo para
embargar, le pareció que muy poco. Venía a cobrar los alquileres vencidos, no
podía esperar más; si dentro de cinco días no estaban pagos, los dejaba en la
calle. No había trabajado para regalarle nada a nadie. Al verlo, nadie diría
que era propietario, pero la palabra suplía lo que le faltaba al gesto, y el
pobre Cándido Nieves prefirió callar antes que retrucar. Se inclinó como
haciendo una promesa y una súplica al mismo tiempo. El dueño de la casa no
cedió más.
-¡Cinco días o a la calle!
repitió mientras metía la mano en el picaporte de la puerta y salía.
Candiño también salió. En esos
momentos no entraba nunca en desesperación, contaba con algún préstamo, no
sabía cómo ni dónde, pero contaba. Demasiado, volvió a buscar los anuncios. Encontró
varios, algunos ya viejos, pero hacía mucho los buscaba sin resultados. Perdió
algunas horas sin provecho y volvió a casa. Después de cuatro días no encontró
recursos; recurrió a los empeños, fue a hablar con amigos del propietario, no
consiguió más que la orden de desalojo.
La situación era grave. No
encontraban casa ni contaban con alguien que les prestase alguna; estaban en la
calle. No contaban con la tía. La tía Mónica se las ingenió para conseguir
alojamiento para los tres en la casa de una señora vieja y rica, que le
prometió prestarle los cuartos bajos de la casa, al fondo de la cochera, a un
costado del patio. Estuvo incluso más ingeniosa y no les dijo nada a los dos,
para que Cándido Nieves, en la desesperación de la crisis, entregase en adopción
al niño y encontrase algún medio seguro y estable de obtener dinero; recomponer
su vida, en fin. Escuchaba las quejas de Clara, es verdad que no las repetía
pero tampoco las consolaba. El día que fuesen obligados a dejar la casa, los
sorprendería con la noticia del obsequio y dormirían mejor de lo que pensaban.
Así fue. Quedaron en la calle y
se mudaron a los cuartos prestados, dos días después nació el bebé. La alegría
del padre fue enorme, y la tristeza también. La tía Mónica insistió en dejar al
bebé en el Hogar de Huérfanos. “Si tu no quieres llevarlo, déjamelo a mi, yo
voy al Hogar”. Cándido Nieves le pidió que no lo hiciera, que esperara, que él
mismo lo llevaría. Sepan que era un varoncito y que los padres deseaban
justamente este sexo. Le dieron algo de leche y, como esa noche llovía, el
padre decidió llevarlo al Hogar la noche siguiente.
Aprovechó y revisó todas sus
notas de esclavos fugitivos. La mayoría de las recompensas eran promesas;
algunas tenían la suma escrita y escaza. Pero había una que superaba los cien
mil pesos. Se trataba de una mulata, incluía indicaciones de rasgos y de
vestimenta. Cándido Nieves la había estado buscando sin suerte y había
abandonado el asunto, se imaginó que algún amante de la esclava la había
protegido. Pero ahora, considerando la cantidad y la falta que hacía, Cándido
Nieves se animó a hacer el último gran esfuerzo. Salió por la mañana a mirar y
a indagar por la calle y la plaza Carioca, la calle del Parto y la calle de la
Ayuda, donde, según el anuncio, parecía que andaba la mujer. No la encontró,
sólo un farmacéutico de la calle de la Ayuda se acordaba de haberle vendido una
caja de algún remedio tres días antes a una persona con esos rasgos. Cándido
Nieves le hablaba como si fuese el dueño de la esclava y le agradeció con
cortesía la noticia. Con otros fugitivos de recompensa incierta y barata no
había tenido mejor suerte.
Volvió a la triste casa que le
habían prestado. La tía Mónica le había cedido su comida a la madre y había
preparado al niño para llevarlo al Hogar. El padre, a pesar del acuerdo que
tenían, casi no pudo esconder el dolor del espectáculo. No quiso comer lo que
la tía Mónica le había guardado; no tenía hambre, dijo, y era verdad. Elucubró
mil maneras de quedarse con su hijo, ninguna era válida. No podía olvidar el
propio albergue en el que vivía. Lo consultó con su mujer, que se mostró
resignada. La tía Mónica le había vaticinado la crianza del niño, la miseria
crecería y hasta podía suceder que el niño no pudiese escapar de la muerte. Cándido
Nieves se vio obligado a cumplir su promesa, le pidió a su mujer que le diera
al hijo toda la leche que tenía. Así fue, y salió en dirección a la calle del
Hogar.
Que había pensado más de una vez
en volver a casa con él, es cierto; no menos cierto es que lo abrigaba mucho,
que lo besaba, que le cubría el rostro para preservarlo de la intemperie. Al
doblar en la calle de la Guardia Vieja, Cándido Nieves comenzó a aflojar el
paso.
-Lo entregaré lo más tarde que
pueda, murmuró.
Pero como la calle no era
infinita, ni siquiera era larga, en algún momento llegaría; fue entonces cuando
entró en una de las cortadas que se conectaban con la calle de la Ayuda. Llegó
al final de la cortada y doblando a la derecha, en dirección a la plaza de la
Ayuda, vio del lado opuesto una silueta de mujer, era la mulata fugitiva. No
describo aquí la conmoción de Cándido Nieves por no poder hacerlo con la
intensidad real. Un adjetivo basta; digamos enorme. La mujer bajó y él la
siguió; a pocos pasos estaba la farmacia donde había obtenido la información a
la que me referí más arriba. Entró, encontró al farmacéutico y le pidió que por
favor cuidase al niño por un instante; vendría a buscarlo sin falta.
-Pero…
Cándido Nieves no le dio tiempo
de decir nada; salió rápido, cruzó la calle hasta el punto en el que, sin
llamar la atención, pudiera agarrar a la mujer. En el extremo de la calle,
cuando estaba por bajar por la San José, Cándido Nieves se acercó. Era ella,
era la mulata fugitiva.
-¡Arminda! gritó, como figuraba
en el anuncio.
Arminda se dio vuelta sin
sospechar nada. Cuando él sacó el pedazo de cuerda del bolsillo y le agarró los
brazos, ella comprendió y quiso huir. Ya era imposible. Cándido Nieves, con sus
manos robustas, le ataba las muñecas y la obligaba a caminar. La esclava quiso
gritar, parece que llegó a soltar una voz más alta que de costumbre pero pronto
entendió que nadie vendría a liberarla, al contrario. Entonces le pidió por el
amor de Dios que la soltara.
-¡Estoy embarazada, mi señor!
exclamó. Si usted tiene algún hijo, le pido por el amor de él que me suelte; yo
seré su esclava, le serviré por el tiempo que desee. ¡Suélteme mi señor!
-¡Camina! repitió Cándido Nieves.
-¡Suéltame!
-No quiero demoras ¡camina!
Se desató una pelea porque la
esclava, gimiendo, se arrastraba, a ella y a su hijo. Si alguien pasaba o
estaba en la puerta de algún negocio, comprendía lo que estaba sucediendo y
naturalmente no acudía. Arminda iba alegando que el señor era muy malo y
probablemente la castigaría con azotes, que en su estado eso sería peor.
Claramente, la castigaría con azotes.
-Tú tienes la culpa. ¿Quién te
manda a hacer hijos y después huir? preguntó Cándido Nieves.
Estaba intranquilo porque había dejado
a su hijo esperando en la farmacia. Además es verdad que no solía decir grandes
cosas. Fue arrastrando a la esclava por la calle de los Orfebres, en dirección
a la Aduana, donde vivía el señor. En la esquina, la pelea se intensificó; la
esclava puso los pies en la pared, retrocedió con gran esfuerzo, inútilmente.
Lo único que consiguió fue, a pesar de estar cerca de la casa, tardar más
tiempo de lo necesario en llegar. Llegó, finalmente, arrastrada, desesperada,
jadeando. Hasta se arrodilló, pero fue en vano. El señor estaba en casa, acudió
al llamado y oyó los ruidos.
-Aquí está la fugitiva, dijo
Cándido Nieves.
-Es ella.
-¡Mi señor!
-Vamos, entra…
Arminda se cayó en el pasillo.
Ahí mismo el dueño de la esclava abrió la billetera y sacó los cien mil de
recompensa. Cándido Nieves guardó los dos billetes de cincuenta mil mientras el
señor le decía a la esclava, una vez más, que entrara. En el piso, donde yacía,
empapada de miedo y de dolor, y después de pelearla durante un tiempo, la
esclava abortó.
El fruto de algún tiempo entró
sin vida en este mundo, entre los gemidos de la madre y los gestos de
desesperación del dueño. Cándido Nieves vio todo el espectáculo. No sabía qué
hora era. De cualquier manera urgía correr a la calle de la Ayuda y fue lo que
hizo sin querer conocer las consecuencias del desastre.
Cuando llegó, vio al farmacéutico
solo, sin el hijo que le había entregado. Quiso estrangularlo. Afortunadamente
el farmacéutico le explicó todo a tiempo, el niño estaba adentro con la
familia, entraron. El padre recibió al hijo con la misma furia con la que había
atrapado a la esclava fugitiva hacía un rato, una furia diferente, lógico,
furia de amor. Agradeció rápido y mal, y salió a las corridas, no fue al Hogar,
sino a la casa prestada, con su hijo y los cien mil pesos de recompensa. La tía
Mónica, después de escuchar la explicación, aceptó el regreso del pequeño
porque traía los cien mil. Dijo algunas palabras duras contra la esclava, por
el aborto, además de la fuga. Cándido Nieves, besando al hijo, entre lágrimas
verdaderas, bendecía la fuga y no le importaba el aborto.
-No todos los bebés crecen, le
latió el corazón.